Archive for the ‘Cuentos’ Category

Los zapatistas no se rinden.

8 junio, 2012

Señores:

¡Corred! ¡Avisadle a los mazahuas, los amuzgos, los tlapanecos, los nahuatlacas, los coras, los huicholes, los yaquis, los mayos, los tarahumaras, los mixtecos, los zapotecos, los mayas, los chontales, los seris, los triquis, los kumiai, los cucapá, los paipai, los cochimi, los kiliwa, los tequistlatecos, los pame, los chichimecos, los otomíes, los mazatecos, las matlatzincos, los ocuiltecos, los popoloca, los ixcatecos, los chochopopoloca, los cuicatecos, los chatinos, los chinantecos, los huaves, los pápagos, los pimas, los tepehuanos, los guarijios, los huastecos, los chuj, los jalaitecos, los mixes, los zoques, los totonacos, los kikapús, los purépechas y a los o’odham de Caborca!

¡Que lo sepan los ceuístas y las bandas todas! ¡Que llegue hasta el oído de obreros y campesinos sin tierra! ¡Que escuchen los del Barzón, las amas de casa, los colonos, los maestros y los estudiantes!

¡Que los mexicanos en el extranjero oigan este mensaje!

¡Que lo escuchen los banqueros y los dinosaurios de Atlacomulco! ¡Que retumbe en los pasillos de la Bolsa de Valores y en los jardines de los Pinos!

¡Que esta voz llegue hasta los mapuches y los auténticos farabundos!

¡Que los hermanos todos de estas tierras abran un lugar en su corazón para este grito!

¡Que suenen los tambores y los teletipos! ¡Que los satélites enloquezcan!

¿Qué? ¿Que cuál es el mensaje? Uno solo:

Los zapatistas. Stop.

¡No se rinden! Stop.

¡Resisten! Stop y fin.

Desde las montañas del Sureste mexicano

Subcomandante insurgente Marcos

P.D. de la imprudencia. Nos aconsejaron ser prudentes y firmar la paz, nos dicen que el gobierno nos acabará en horas, en días si se tardan, si no firmamos la paz. Nos recomiendan conformarnos con las promesas ofrecidas y esperar. Nos piden la prudencia de rendirnos y vivir… ¿Quién podría vivir con esa vergüenza? ¿Quién cambia vida por dignidad? Fueron inútiles tan sensatos consejos. En estas tierras reinan, desde hace muchos años, la imprudencia… y la dignidad.

P.D. En el Comité estuvimos discutiendo toda la tarde. Buscamos la palabra en lengua para decir «RENDIR» y no la encontramos. No tiene traducción en tzotzil ni en tzeltal, nadie recuerda que esa palabra exista en tojolabal o en chol. Llevan horas buscando equivalentes. Afuera llueve y una nube compañera viene a recostarse con nosotros. El viejo Antonio espera a que todos se vayan quedando callados y sólo quede el múltiple tambor de la lluvia sobre el techo de lámina. En silencio se me acerca el viejo Antonio, tosiendo la tuberculosis, y me dice al oído: «Esa palabra no existe en lengua verdadera, por eso los nuestros nunca se rinden y mejor se mueren, porque nuestros muertos mandan que las palabras que no andan no se vivan». Después se va hacia el fogón para espantar el miedo y el frío. Se lo cuento a Ana María, ella me mira con ternura y me recuerda que el viejo Antonio ya está muerto…

La incertidumbre de las últimas horas de diciembre pasado se repite. Hace frío, las guardias se relevan con una contraseña que es un murmullo. Lluvia y lodo apagan todo, los humanos murmuran y el agua grita. Alguien pide un cigarrillo y el fósforo encendido ilumina la cara de la combatiente que está en la posta… un instante solamente… pero se alcanza a ver que sonríe… Llega alguien con la gorra y el fusil chorreando agua. «Hay café», informa. El Comité, como es costumbre en estas tierras, hace una votación para ver si toman café o siguen buscando el equivalente de «RENDIRSE» en lengua verdadera. Por unanimidad gana el café. NADIE SE RINDE…

¿Nos quedaremos solos?

 Relato Zapatista.

La estrella de mar

12 septiembre, 2009

Cierto día, caminando por la playa, reparé en un hombre que se agachaba a cada momento, recogía algo de la arena y lo lanzaba al mar. Hacía lo mismo una y otra vez.
Tan pronto como me aproximé me di cuenta de que lo que el hombre agarraba eran estrellas de mar que las olas depositaban en la arena, y una a una las arrojaba de nuevo al mar.
Intrigado, lo interrogué sobre lo que estaba haciendo, a lo cual me respondió:

– Estoy lanzando estrellas marinas nuevamente al océano.
Como ves, la marea es baja y estas estrellas han quedado en la orilla, si no las arrojo de nuevo al mar morirán aquí por falta de oxígeno.

– Entiendo -le dije- pero debe haber miles de estrellas de mar sobre la playa.
No puedes lanzarlas a todas, son demasiadas. Y quizás no te des cuenta de que esto sucede probablemente en cientos de playas a lo largo de la costa.
¿No estás haciendo algo que no tiene sentido?

El nativo sonrió, se inclinó y tomo una estrella marina y mientras la lanzaba de vuelta al mar me respondió:
– ¡Para esta si lo tuvo!

(L. Eiseley)

Dos revolucionarios

30 julio, 2009

El revolucionario viejo y el revolucionario moderno se encontraron una tarde marchando en diferentes direcciones. El sol mostraba la mitad de su ascua por encima de la lejana sierra; se hundía el rey del día, se hundía irremisiblemente, y como si tuviera conciencia de su derrota por la noche, se enrojecía de cólera y escupía sobre la tierra y sobre el cielo sus más hermosas luces.

Los dos revolucionarios se miraron frente a frente: el viejo, pálido, desmelenado, el rostro sin tersura como un papel de estraza arrojado al cesto, cruzado aquí y allá por feas cicatrices, los huesos denunciando sus filos bajo el raído traje. El moderno, erguido, lleno de vida, luminoso el rostro por el presentimiento de la gloria, raído el traje también, pero llevando con orgullo, como si fuera la bandera de los desheredados, el símbolo de un pensamiento común, la contraseña de los humildes hechos soberbios al calor de una grande idea.

—¿Adónde vas?, preguntó el viejo.

—Voy a luchar por mis ideales, dijo el moderno; y tú, ¿a dónde vas?, preguntó a su vez.

El viejo tosió, escupió colérico el suelo, echó una mirada al sol, cuya cólera del momento sentía él mismo, y dijo:

—Yo no voy; yo ya vengo de regreso.

—¿Qué traes?

—Desengaños, dijo el viejo. No vayas a la revolución: yo también fui a la guerra y ya ves cómo regreso: triste, viejo, mal trecho de cuerpo y espíritu.

El revolucionario moderno lanzó una mirada que abarcó el espacio, su frente resplandecía; una gran esperanza arrancaba del fondo de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al viejo:

—¿Supiste por qué luchaste?

Sí: un malvado tenía dominado el país; los pobres sufríamos la tiranía del Gobierno y la tiranía de los hombres de dinero. Nuestros mejores hijos eran encerrados en el cuartel; las familias, desamparadas, se prostituían o pedían limosna para poder vivir. Nadie podía ver de frente al más bajo polizonte; la menor queja era considerada como acto de rebeldía. Un día un buen señor nos dijo a los pobres: “Conciudadanos, para acabar con el presente estado de cosas, es necesario que haya un cambio de gobierno; los hombres que están en el Poder son ladrones, asesinos y opresores. Quitémoslos del Poder, elíjanme Presidente y todo cambiará”. Así habló el buen señor; en seguida nos dio armas y nos lanzamos a la lucha. Triunfamos. Los malvados opresores fueron muertos, y elegimos al hombre que nos dio las armas para que fuera Presidente, y nos fuimos a trabajar. Después de nuestro triunfo seguimos trabajando exactamente como antes, como mulos y no como hombres; nuestras familias siguieron sufriendo escasez; nuestros mejores hijos continuaron siendo llevados al cuartel; las contribuciones continuaron siendo cobradas con exactitud por el nuevo Gobierno y, en vez de disminuir, aumentaban;  teníamos que dejar en las manos de nuestros amos el producto de nuestro trabajo. Alguna vez que quisimos declararnos en huelga, nos mataron cobardemente. Ya ves cómo supe por qué luchaba: los gobernantes eran malos y era preciso cambiarlos por buenos. Y ya ves cómo los que dijeron que iban a ser buenos, se volvieron tan malos como los que destronamos.

No vayas a la guerra, no vayas. Vas a arriesgar tu vida por encumbrar a un nuevo amo.

Así habló el revolucionario viejo; el sol se hundía sin remedio, como si una mano gigantesca le hubiera echado garra detrás de la montaña. El revolucionario moderno se sonrió, y repuso:

—¿Compañero: voy a la guerra, pero no como tú fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no para elevar a ningún hombre al Poder, sino a emancipar mi clase. Con el auxilio de este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten lo que por miles de años nos han quitado a los pobres. Tú encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; yo y mis compañeros vamos a hacer la felicidad de todos por nuestra propia cuenta. Tú encomendaste a notables abogados y hombres de ciencia el trabajo de hacer leyes, y era natural que las hicieran de tal modo que quedaras cogido por ellas, y, en lugar de ser instrumento de libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: dar poderes a un individuo o a un grupo de individuos para que se entreguen a la tarea de hacer la felicidad de los demás. No, amigo mío; nosotros, los revolucionarios modernos, no buscamos amparos, ni tutores, ni fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la libertad y el bienestar por nosotros mismos, y comenzamos por atacar la raíz de la tiranía política, y esa raíz es el llamado “derecho de propiedad”. Vamos a arrebatar de las manos de nuestros amos la tierra, para entregársela al pueblo. La opresión es un árbol; la raíz de este árbol es el llamado “derecho de propiedad”; el tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los funcionarios de todas clases, grandes y pequeños. Pues bien: los revolucionarios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese árbol en todos los tiempos; lo derriban, y retoña, y crece y se robustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a robustecer. Eso ha sido así porque no han atacado la raíz del árbol maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cuajo y echarlo a la lumbre. Ves pues, viejo amigo mío, que has dado tu sangre sin provecho. Yo estoy dispuesto a dar la mía porque será en beneficio de todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbol en su raíz.

Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.

El revolucionario viejo suspiró y dijo:

—Como el sol, yo también voy a mi ocaso. Y desapareció en las sombras.

El revolucionario moderno continuó su marcha hacia donde luchaban sus hermanos por los ideales nuevos.

Ricardo Flores Magón

Regeneración número 18, 31 de diciembre de 1910